LA SOMBRA
Salí
de mi casa en ruinas, rumbo a la iglesia como todos los días. Caminé cabizbajo,
con mis pesadas piernas y mi traje de harapos.
Llegué
a las puertas de la iglesia, y me senté solitario en un banquillo del costado.
Atormentado e ensimismado en mis recuerdos. Me golpee el pecho y sollocé por
mis horribles crímenes. Nadie me dirigió la palabra.
Quise
confesarme, pero el sacerdote cerró el confesionario sin verme y se retiró.
Me aparté molesto y refunfuñando.
Estuve
atento al sermón, que mencionó al amor infinito de Dios esperando su sitio en
una sociedad salvaje. Escuché sobre la
necesidad de abrir el corazón a la
Palabra y de buscar la paz en el camino. Me emocioné con los
relatos de la Biblia
y volví a recordar mis horrorosos crímenes. Sacudí la cabeza y sentí mi
oscuridad, curtida de años y desatinos.
Cuando
pasé a comulgar el cura me ignoró y al llegar mi turno de recibir la ostia, me
salteó y la depositó en los labios del siguiente feligrés.
Levanté mis ojos al hombre del madero con rigidez de estatua;
le pregunte si había perdón para mí. No recibí respuesta.
Mi
piel oscura a veces se aclaraba un poco, pero la vergüenza me llevaba a
esquivar las miradas ajenas. Apesadumbrado pasaba mis días, de misa en misa sin
que nadie me dirigiera la palabra. Un día quise gritar pero una ráfaga de
viento golpeó el portón de entrada y tapó mi gemido.
Llegó
la víspera de la Navidad. Se
daba indulgencia plenaria; una esperanza se encendió en mi abrumado corazón, seco de soledades y de
ausencias. Ese día, pude soltar una lágrima. El cura habló de la esperanza, sus
palabras me sonaron vacías…
Al
terminar la ceremonia, todos se retiraron. Me quede arrodillado enjugando
lamentos por mis horripilantes crímenes.
Repentinamente
una luz se expandió del Sagrario al hombre del madero; quien desdoblándose bajó de la cruz, tomó mi mano y atravesamos el muro.
ALICIA B. MUSTAFA
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